La
tercera daga cortó el aire hasta incrustarse rozando la última circunferencia,
algo más cerca del centro que las otras dos.
Blasko
dejó escapar un silbido. Estaba francamente impresionado con la pequeña zorra
que entonces estaba suspirando de alivio. Sus hombros se relajaron; incluso la
punta de esas orejas negras parecieron inclinarse ligeramente hacia delante.
—Decías
la verdad cuando afirmaste ser mañosa .—El lince cruzó los brazos. Los ojos
azul marino de Zarala brillaban cuando se volvió hacia él—. Aun así te aviso:
esto no ha hecho más que empezar. ¿Serás igual de certera a mayor distancia? ¿O
con unos cuantos impresentables pisándote los talones?
La
sonrisa de la niña se apagó.
—No
lo se.
—Pues
manos a la obra. Sigue apuntando a la diana dos pasos más atrás. Tengo que ver
ahora al resto de niños. Cuando vuelva comprobaré cómo lo haces, y dependiendo
de eso quizás pasemos a ver si sabes forzar cerraduras.
—¡Entendido!
¡No te decepcionaré!
—Eso
espero. Cuando vuelva Joska verá si nos eres de utilidad, o tu hermano y tú os
vais de aquí.
Zarala
tragó saliva, pero no mostró ningún otro signo de debilidad. Sin decir nada más
se acercó a la señal y comenzó a arrancar las dagas. Las dagas no cedieron al
primer tirón, aunque la chica no cesó en su empeño hasta arrancarlas de la
madera.
Sabía
que estaba siendo duro con ella. Sin embargo, así eran sus vidas en el gueto.
La comida escaseaba, multitud de amenazas acechaban a cada esquina, a cada
sombra. En un mundo yermo cada miembro de la comunidad debía ser útil, mostrar
resultados. De lo contrario, la muerte era la única solución.
Esos
dos niños eran demasiado pequeños para valerse por sí mismos, o siquiera ser de
ayuda. En Zarala veía un gran potencial, pero necesitaba pulirse, y dudaba si
tenían tiempo suficiente para desarrollarlo como era debido.
El
otro niño, Tilio…
«Bah».
No es que nunca hubieran tenido niños enfermos. A fin de cuentas, tan sólo se
tenían los unos a los otros. Un recuerdo en boca de su padre, allá por esa
infancia suya casi olvidada: «Hoy por ti, mañana por mi».
«Pero
es distinto». No era un niño normal. Incluso
calmado, en torno a él el aire era distinto, como enrarecido. Apenas hablaba,
mas su mirada parecía rebuscar en lo más hondo de cada uno. Eran los ojos de
alguien que había visto más de lo que debía.
¿Cómo
era posible? ¿Cuántos años decían que tenían? ¿Seis? ¿De dónde había salido un
niño así?
Algo
en su interior se revolvía cada vez que estaba con él. Un instinto de
supervivencia le hacía cosquillas en la nuca, diciéndole que huyera, que se
escondiera de él.
«Sigue
siendo un niño», se recordó. Desde luego que podría acabar con él si por alguna
razón supusiera una amenaza. Tampoco deseaba una situación como esa. El dinero
que tan amablemente les había dado les venía demasiado bien.
«¿Por
qué simplemente no los mataste y te llevaste el dinero?», recordó las palabras
de Joska. Según sabía, los zorros provenían de los países del norte, muy lejos
de Trevon. Los motivos por los que dos niños pequeños podrían haber aparecido
en mitad de la nada con un saco de dinero no importaba: eran de fuera, no
merecían formar parte de la comunidad. Más bocas que alimentar, más problemas.
¿Por
qué no los mató?
—Hay
que ver, Joska .—Sonrió, como si el mismo estuviera delante suya—. Tú mismo
deberías saber la respuesta.
Conocía
de muchos años al lirón. Casi podría atreverse a decir que lo conocía más que
él mismo, aunque nunca se lo confesaría. Tampoco le confesaría la calidez que
le transmitió aquella capa por encima del hombro. Tan sólo tenía siete años,
mucho frío, y el cuerpo y alma rotos en mil pedazos.
—¿Qué tienes en la mejilla? ¿Es sangre? —Le preguntó aquel día con esa brusquedad
tan propia de él.
—Es una marca de nacimiento .—explicó
después de sorberse los mocos—. Si lo
miras de cerca parece un trébol de cuatro hojas. En mi tierra decían que era
señal de buena suerte.
El
lirón se encogió de hombros y añadió simplemente:
—Si no dejas de lloriquear nunca se va a ver
bien. Es bonita.
Por
aquel entonces él era mucho más bajito y enclenque, y aunque ahora tan solo le
llegaba al hombro, el líder de la banda seguía siendo la tercera persona más
importante de su vida.
Los
primeros fueron sus padres. Ni sabía si seguían vivos o no. Y todo por culpa
de…
Pasó
al lado del habitáculo de los hermanos zorro. Algo le hizo detenerse frente a
la cortina. No se oía ni un ruido tras ellas. Al parecer el hermano seguía
tranquilo, incluso dormido. De haber salido fuera se habría enterado, ya que
había pedido al resto de niños que no le quitaran un ojo de encima.
—Pasa
si quieres. No tengo problema.
Se
sobresaltó. La voz tenue, cuasi melodiosa, provenía de dentro. Tilo había
hablado en alguna ocasión, mas nunca tan calmado como entonces. «No voy a
echarme atrás ahora». Con un suspiro levantó la cortina y entró en la
habitación.
El
sitio había cambiado, pero tardó un segundo en procesar en qué sentido. Por el suelo,
las paredes y el maltrecho catre había dispersos multitud de pergaminos con lo
que parecían ser dibujos. El zorro estaba en el centro, dándole la espalda,
concentrado en uno que parecía más grande. El muñeco, a su lado, lo observaba
con sus botones negros.
A
diferencia de Zarala, su hermano desprendía un aire de enfermedad. Cuando apoyó
la mano para hacer un esbozo más amplio, el hombro tembló ligeramente. Estaba
tan delgado que una ráfaga de viento podía perfectamente empujarlo unos pocos
metros.
Tilio
no decía nada. Seguía dibujando, sin emitir ningún sonido.
—¿Cómo
estás? —preguntó el lince, intentando romper el hielo.
Nada.
Se
rascó la nuca, conteniendo un gruñido. No sabía de dónde había sacado el papel
y lápiz para pintar. Tendría que preguntar a los niños. Iba a irse cuando su
vista se detuvo sobre uno de los bocetos.
Parecía
una especie de jabalí feral pequeño, pero de animal tenía poco. Su cabeza era
de hueso, con ojos huecos de los que salía una especie de humo. El resto de su
cuerpo estaba cubierto por un pelaje jaspeado, y su cola terminaba en un pelaje
ondulante, de textura similar al aliento que salía de su boca entreabierta.
Los
trazos se notaban firmes pese a la complejidad. Para tener tan corta edad
dibujaba demasiado bien.
—Muy
bonito .—comentó, mirando de soslayo al chico.
—Se
llama Lambert. Por las noches, cuando me costaba dormir, venía a mi lado y se
acurrucaba en mi pecho. Sus ronroneos me calmaban .—explicó con naturalidad,
sin desviar la atención de su actual dibujo—. El que está al lado se llama
Zevran. Es un armadillo muy tímido, aunque me dijo que de alguna forma le caía
bien. Algunas mañanas nos íbamos juntos al manantial al lado de mi casa. Era
bonito.
Hablaba
con melancolía. Poco a poco iba bajando la voz hasta quedar en un tenue
murmullo. Blasko sintió un atisbo de pena. En aquellos momentos lo veía tan
poca cosa…
—¿Entonces
estás comenzando a recordar? —Por el suelo había desperdigadas más bestias de
cuento, las cuales fue sorteando hasta ponerse a su lado.
—Pequeños
retazos .—respondió escuetamente. Fue entonces cuando se volvió a él y le
tendió el papel con el que había estado trabajando.
Tenía
forma humanoide, mas algunos elementos despertaron inquietud en Blasko. Dos
pares de alas salían de sus espaldas, de plumaje oscuro que se extendía hasta
el busto. Carente de cuello, tenía una máscara de tres ojos rasgados por cara.
Ésta se encontraba en medio de otras cuatro, iguales pero de menor tamaño. Con
sus manos de dedos escuálidos y puntiagudos portaba un largo bastón, en cuyo
extremo superior estaba atada una jaula. Debía ser una especie de mago, a
juzgar por la túnica de mangas largas que más bien debían ser una parte de su
cuerpo.
—¿Quién
es?
Los
ojos de Tilio eran grandes, de un verde intenso. Cabeceó antes de responder en
tono dubitativo:
—El
Primero.
—¿El
primero?
El
labio inferior le comenzó a temblar.
—Todos
ellos son…eran… —Bajó la cabeza.
Podía
ver cómo las lágrimas se derramaban de sus mejillas hasta su regazo. Le llamó
la atención lo tanto que estaba llorando sin formular ni un ruido. Se inclinó
hacia él.
—Oye,
lo siento. No quería…
Se
cubrió la cara.
—¡No
me pegues! —su respiración comenzó a acelerarse.
—¡No
iba a pegarte!
—¡Debo
estar callado, o si no…!
—¿De
qué hablas?
—¡Tilio!
Blasko
se volvió. Zarala estaba en la entrada, azorada, con un cuchillo en la mano. El
lince vio cómo la adrenalina abandonaba su cuerpo para dejar paso a la
preocupación. Sin echarle cuentas al segundo al mando de la banda trotó hasta
su hermano y lo apretó contra su pecho.
—Blasko
es bueno. No va a hacerte daño.
—¡Me
duele!
—Estoy
aquí. No voy a dejar que nadie más te pegue.
Las
manitas de Tilio buscaron los brazos de su hermana y los apretaron con fuerza.
—Mis
amigos…todos…
—Lo
sé.
Permanecieron
así unos segundos, durante los cuales el chico fue recuperando la calma. Cerró
los ojos y se acurrucó aún más. Blasko no sabía qué decir.
Aquella
reacción… ya había pasado demasiado tiempo de eso. Por un momento salió a
flote.
Se asfixiaba. Demasiado peso sobre su
cuerpo. Intentó respirar, mas un hedor nauseabundo penetró sus fosas nasales.
Las paredes, el suelo, el techo, la cama, su propio cuerpo. Todo estaba
impregnado de aquella inmunda humedad.
Y ahí estaba ella. Sus ojos rasgados lo
desollaban.
—Me gusta …—Llegó a murmurar sin
resuello—. Calladito estás mucho mejor. Ya sabes lo que pasa si hablas y rompes
este secreto, ¿verdad?
Más peso. Sus pulmones se colapsaron
bajo la luz roja.
Y dejó de ser Blasko Rapier. Tan solo
era todo piel. Y bajo ella, como raíces, toda una gama de descargas eléctricas.
Sacudió
la cabeza. No podía ni debía perder el control.
—Siento
mucho haberle causado esto. No era mi intención .—De vuelta a la realidad se
encontró con la mirada expectante de Zarala.
La
niña sacudió la cabeza a modo de comprensión. Acto seguido observó con un aire
de tristeza los dibujos que los rodeaban.
—Los
reconozco a todos. Son tal y como Tilio me los describía. Desde que apenas
empezamos a hablar decía verlos entre nosotros, acompañándolo cuando más lo
necesitaba. Ni yo ni nadie más podíamos verlos, y poco tardaron en tacharlo de
lunático u otras cosas peores.
»
Aunque yo lo creo. No veo lo que él, pero crecimos juntos en el seno de nuestra
madre. Estamos conectados.
» Mi
hermano es distinto a los demás, y ve el mundo de una forma que incluso a mí me
cuesta entender. Pero si de algo estoy segura es que sus amigos son reales, y
están ahí aunque no los percibamos. No está loco, y desde luego no es un
demonio.
—Han
desaparecido. —Tilio había dejado de sollozar hace rato. Se separó de su
hermana y con las mangas excesivamente largas de su camisón se enjugó las
lágrimas—. Desde que llegamos no están conmigo. ¿Les habrá pasado algo?
—A
lo mejor nos separamos y nos están buscando. Confía en mi, hermanito. Más
pronto de lo que crees volverás a tenerlos a tu lado.
¿Acaso
Blasko no se portó así después de separarlo de sus padres? Estuvo llorando
durante días en aquel cuchitril donde difícilmente podía subsistir.
Y
después vino el vacío.
«Da
igual cómo veas el mundo. Los sentimientos son los mismos». Tilio le seguía
resultando un niño demasiado extraño. Eso sí, después de todos estos días había
encontrado algo en lo que podía comprenderlo.
Al
ir hacia su hermano, Zarala había alejado su muñeco. La cabeza era mucho mayor
que el cuerpo, bastante desgastado, y no reconocía que fuera de alguna especie
en concreto. Probablemente era una coincidencia, pero de ninguna manera parecía
quitarle el ojo encima a Blasko. En un impulso cogió el muñeco, lo tendió hacia
el chico y lo movió suavemente.
—Bueno,
Tilio. Al menos tienes a tu amiguito aquí. Seguro que no le gustaría verte
triste.
El
pequeño miró alternativamente al lince y a su muñeco. Una risa fugaz se dibujó
en su rostro y sacudió la cabeza.
—Claro
que no.
Y
entonces, Blasko notó una vibración extraña en la mano que sostenía al juguete.
El corazón le dio un vuelco, pero no pasó nada más. Extrañado, volvió a centrar
su atención en el juguete. ¿Se había movido?
Al
tacto era tan normal como la lana desgastada. Y no, parecía tan muerto como
debía de estar.
Sin
embargo, en la parte de atrás de la cabeza había algo.
No
pudo evitar acercarlo para sí. Unas líneas negras que convergían formando una
imagen estaban dibujadas sobre la superficie. Desde luego, esos trazos no eran
para nada normales.
Casi
lo olvidaba: se suponía que el muñeco era mágico.
—¿Me
lo vas a dar?
Sacudió
la cabeza, como si hubiera estado aturdido. Los hermanos zorro lo miraban con
una extraña cautela.
—Claro,
perdona .—recompuso su sonrisa y se lo dio—. Estaba intentando reconocer de qué
especie era.
—Yo
tampoco lo se. Es tan…
—¿Simple?
Tilio
ladeó la cabeza.
—Supongo
que quería decir eso. Pero bueno, siempre puedo ponerle cositas y cambiarlas.
Así podrá ser lo que quiera ser.
Por
primera vez sonaba como un niño normal. «Bueno, es un avance».
El
niño apretó el peluche contra su pecho. La cara de éste volvía a estar frente
al lince. De haber tenido vida, Blasko habría pensado que estaba diciéndole
algo.
—Bueno,
he de irme. Se está haciendo tarde y tengo que organizar el reparto de comida.
Os recomiendo empezar a ir a la cantina. A tu hermano le vendría bien tomar un
poco de aire fresco. Muchos de los niños se quedan a comer allí, y tendríais
una oportunidad de socializar un poco.
—Entiendo.
Iremos temprano. Tan solo danos unos minutos a solas.
—Claro.
Os veo en un rato. Eso sí, antes de irme me gustaría saber si te queda algo de
pergamino en blanco.
El
sol de mediodía ya estaba en lo alto cuando pasó la cortina. El cielo estaba
pintado de un intenso azul claro, no como los pensamientos de Blasko.
Vivo,
inerte, no lo sabía; pero el muñeco no era normal. Desconocía el símbolo que se
había dibujado, aunque Tilio parecía no haberse dado cuenta de ello.
Necesitaría
un tiempo para ganarse la confianza del pequeño y le dejara ver el peluche con
mayor detenimiento. Mientras tanto, bendijo su memoria inmediata y dibujó el
símbolo en el pergamino que le había dejado.
No
sabía cómo investigar el origen del símbolo. Podía preguntar a Cornelius, pero
dudaba que le fuera de ayuda.
«Al
menos tengo algo para contar a Joska y al resto». Dobló el papel y lo guardó
bien al fondo de su bolsillo. Hasta entonces, tenía unos cuantos niños de los
que cuidar.